jueves, 29 de octubre de 2015

Hierba Doncella

  Los cristales rotos de sus gafas transformaban el mundo en una imagen de caleidoscopio, en la que los verdes y azules parecían moverse en espiral. Se incorporó lentamente, con una sensación de pesadez en la cabeza y mucho calor. Un calor húmedo y pegajoso que entraba viscoso con el aire en sus pulmones. Tocó la tierra con las manos, intentando ubicarse y comprender dónde se encontraba. La vegetación era densa y sólo alcanzaba a oír los sonidos extraños y armónicos de la selva tropical. Se puso en pie de un brinco, quitándose las gafas rotas y frotándose la lengua contra los dientes para humedecer su boca áspera y seca. Debería buscar agua enseguida.

    Mary Ellen estaba atada y amordazada contra la pared de una oscura y húmeda cueva. Hacía rato que había dejado de llorar, cuando comprendió que de nada le serviría. Tenía que encontrar la forma de salir de allí. Los tres hombres jugaban a las cartas junto al fuego, entre profundas risotadas y tragos de ron. Tenía que actuar rápido, antes de que el alcohol en la sangre de sus raptores le pusiera las cosas más difíciles.

  Pero, ¿cómo iba a encontrar agua en medio de la espesa selva?. Intentó localizar el sol, como primer reflejo, pero la espesura cubría casi por completo el cielo. A su alrededor sólo grandes hojas, musgos y enredaderas, y altísimos árboles le cerraban el paso. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no desmayarse de nuevo, presa de un ataque de pánico. Empezó a respirar más despacio, utilizando el diafragma para expandir sus pulmones desde el abdomen. En esas estaba cuando percibió el lejano sonido de un motor. Cerró los ojos para intentar localizar la procedencia y distancia de aquel esperanzador ruido salvador.

  Uno de los muchachos empezó a excitarse y a enfadarse contra su tramposo rival en el juego de cartas. Ambos se levantaron y se gritaban feroces cuando empezaron a empujarse. El tercero no tardó en meterse por el medio e intentar separarles, recibiendo un buen puñetazo en la nariz como resultado. Mary Ellen intentó pasar todo lo desapercibida que pudo, acercándose sigilosa y con gran esfuerzo a los trozos de vidrios rotos que una patada perdida le proporcionó de repente. Consiguió cortar la cuerda de sus muñecas y liberarse sin dificultad. Aprovechó las sombras de la cueva para deslizarse hasta el exterior.

  El ruido del motor cesó y Mary Lou intentó grabarlo en su memoria. Tenía que seguir aquella dirección, hacia su izquierda, e intentar encontrar una referencia que le ayudara a no perderla. Afortunadamente sus botas estaban en perfecto estado, lo que le proporcionaba gran seguridad en aquel terreno irregular y resbaladizo. Sus pasos eran firmes y decididos, y sus brazos abrían la vegetación hasta que encontró un estrecho y sinuoso sendero. Sintió de pronto que su cuerpo recobraba fuerzas y se dispuso a correr hacia lo que esperaba fuese una salida.

  Por su parte Mary Ellen recordaba perfectamente el camino hacia la cueva. Había tenido la precaución de simular estar inconsciente cuando la metieron en el Jeep, fijándose muy bien en el camino recorrido. Era hora de concentrarse y encontrar el vehículo que la sacaría de allí.

  Llegaron a la vez al claro en el que estaba escondido el viejo todo-terreno. Las dos muchachas se acercaron precavidas, encontrándose de sopetón, con el susto correspondiente. Se abrazaron entre sollozos de alivio y risas nerviosas.

-"Sólo podía pensar en ti, Mary Lou. Sólo pensaba en sobrevivir para encontrarte".
-"Oh! Mary Ellen, he pasado mucho miedo. Creí que no volvería a verte nunca. No quiero volver a perderte. Te quiero."

  Y se besaron. Un suave y delicioso beso que hizo que el tiempo se parara. Un beso entregado y dulce, fruto de su recién estrenado amor.

  Se subieron en el Jeep y escaparon de sus raptores. Escaparon de la espesura. Escaparon hacia un lugar en el que construyeron su amor y sus vidas juntas, felices para siempre.

FIN 

foto: MacaRon, Fiji. 
Hierba Doncella o Vinca de Madagascar
 

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Doce años





  Era una época gobernada por el  miedo y el dolor cuando, en un gesto de inmensa generosidad te pusieron en mis brazos. Eras sólo un bebé miedosillo y peluchón y te fuiste convirtiendo en un jovencito grande y fuerte, mientras descubríamos juntos estos bosques pirenaicos.
  Hoy cumples 12 años y eres un abuelito tierno y bonachón, que se sigue emocionando con las primeras nieves y con los vientos limpios que nos hacen sentir vivos. 





  Seguimos navegando juntos en este río desde aquel día, cuidándonos el uno al otro, unidos con un vínculo de amor y de lealtad íntimo y nuestro.
  Sigo sumergiendo mi cara en tu suave y espeso pelaje, donde encuentro refugio y calor. Seguimos compartiendo aventuras y juegos, y seguimos siendo padrinos de un montón de cachorros a los que has enseñado a sentirse tranquilos y alegres.




  Tú y yo hemos escrito nuestro propio cuento en el que Caperucita y El Lobo se hicieron amigos y fueron felices para siempre...

  Feliz "cumpleperri" mi querido Poncho. Todo está bien cuando estás tú. Eres mi hogar.



martes, 18 de agosto de 2015

Otoño

   "Las setas comenzaban a nacer. Las praderas y los árboles nos anunciaban que estaban preparadas para el otoño. Y yo estaba a punto de desaparecer. No me importaba. Mi vida, como la de las hojas, llegaba a su final."

   El sobre no traía remitente. Lo abrí mecánicamente mientras la cafetera anunciaba el comienzo de un nuevo día. Alguien pasó anoche por mi buzón del 17 del Bulevar del Fresno, ya que tampoco traía sello. Dejé la carta en el mueblecito de la entrada, y me puse en marcha. Tenía una cita en los bungalows del lago con el Sr. Perkins; la temporada de pesca comenzaba, y me había ofrecido como cada mes de julio a ayudarle con las licencias de los clientes, que empezaban a llegar. La señora Perkins había encontrado hacía un par de veranos a un cirujano digestivo divorciado, que en vez de pescar truchas, se dedicó a lanzar el sedal de la galantería y la seducción. El señor Perkins aceptó su suerte con ductilidad, adaptándose a las nuevas circunstancias sin grandes aspavientos. Era un hombre alto y callado, que disfrutaba de la soledad del lago sin muchas comodidades. Daba largos paseos al amanecer, acompañado por sus perros, que correteaban y olisqueaban el bosque con familiaridad y alegría. Llegamos a la vez a la entrada de su casa. Aparqué mi viejo Volvo bajo el sauce del camino, y nos instalamos en el porche con una taza de té.

   A media mañana nos despedimos y me acerqué a la ciudad. Tenía que hacer algunas compras, y había quedado a comer con mi sobrina Anna. Empezaba a hacerse mayor, y nuestra relación se estrechaba. Empezaba también a tener planes, y los comentábamos entre platillos de verduras y pescados de temporada. Le conté lo de la nota de mi buzón y abrió mucho los ojos con la sorpresa de la niña que aún quedaba en ella. Me sugirió contactar con su profesor de literatura, el señor René, dada su accesibilidad, cordialidad y sabiduría. Tuve que esperarle durante algunas semanas a que volviera tras sus vacaciones; había disfrutado de una temporada viajando por su Europa natal, y dedicando algún tiempo a un proyecto social de acercamiento a la lectura para infantes, en unos pocos pueblos al norte de Italia. Volvía lleno de luz. Nos sentamos cómodamente en un rincón de su jardín, arropados por las ramas del viejo chopo, dispuestos a degustar una rica ensalada de rojos y tibios tomates aliñados con el valioso aceite de oliva que se trajo en la maleta. Realmente era un hombre amable y sencillo, con la mirada verde y serena en la que era fácil sumergirse. Cuando le hablé del misterioso texto que llegó a mí al comenzar el verano, me contó una historia:

    "Los Ojibwa fueron uno de los pueblos nativos más grandes y desarrollados de los Estados Unidos. Conocían  la geometría y las matemáticas, y dejaron como legado varios rollos complejos con la historia, las canciones, los mapas, los recuerdos, los cuentos y otras artes. Los honorables custodios de todo ello era la sociedad de los Midewiwin. Se trataba de hombres y mujeres dotados de una misteriosa espiritualidad, que conocían los caminos del corazón."

   De pronto, la brisa de la tarde empezó a traer lejanos sonidos. Las ramas de los árboles, algún aullido de perro,... y una canción suave y melodiosa que rezaba así: "Las setas comenzaban a nacer. Las praderas y los árboles nos anunciaban que estaban preparadas para el otoño. Y yo estaba a punto de desaparecer. No me importaba. Mi vida, como la de las hojas, llegaba a su final". Sentí que un agua fresca y cristalina brotaba de mi interior y se expandía por todo mi cuerpo, desde el centro como una onda abarcándome entera. Sentí como un canal se abría en mí, desde el coxis hasta la coronilla, que me conectaba con la tierra, que me aspiraba pesada y poderosa, y el universo, que era luz. Sentí cómo todo lo demás desaparecía. Yo sólo era energía. Ya sólo fluía.

                foto: MacaRon, Gréixer, La Cerdanya


   Alice Wood
1973- 2018
"... y al fin reconocí
que yo estoy en todo
y que todo está en mí"
Hazrat Inayat Khan



lunes, 20 de julio de 2015

El testigo de la escritura

  Mi amor por las palabras se gestó arropada por cientos de libros con tapas de colores, amontonados desordenados por todas las paredes. Montones de periódicos se apilaban por las mesas para su minuciosa lectura y posterior análisis. Veníamos de una familia dedicada a la escritura por varias generaciones...


El abuelo de Sevilla


   Era un hombre bueno que vivía en un barrio de Sevilla, en una callejuela junto a la cabeza del rey Don Pedro. Tenía una hermosa mujer morena y guapa que le dio un hijo. Vivían los tres en un palacio con árboles, mármoles y una fuente. Se podía pasear en bici por sus balcones. Desde la enrejada ventana de la calle se veía el despacho del abuelo, donde visitaba a todo el que llamara a su puerta. Como era un hombre sabio, anotaba todo lo que iba haciendo. Como todos los científicos.

  Y así, con el olor de azahar de las tardes del sur, guardó el testigo de la escritura.



El abuelo de Tamurejo


   Tamurejo es un pequeñísimo pueblo blanco anclado y solito en una inmensa llanura de Badajoz. La tierra allí es seca y caliente. Es lo más parecido que tenemos por aquí a lo que vemos en las pelis de Arizona. Entre las cinco o seis casas que se reparten desordenas alrededor de la iglesia blanca, sencilla y digna con su pequeño campanario vivía el abuelo de Tamurejo. Fue un hombre misterioso. Se enamoró y casó con una señora recién enviudada que traía una hija casadera. La señora se murió y él se quedó con la muchacha. Y comieron perdices en escabeche. Y tuvieron muchos hijos. Este abuelo, también era médico. Y posiblemente, la única persona que sabía escribir en muchísimos kilómetros alrededor.

  Y así guardó el testigo de la escritura, con los vientos que movían los molinos de la cercana Castilla.



  Las aventuras del hijo del médico


  Era taaaan guapo... Tenía una sonrisa de señorito andaluz que hacía que las muchachas se sonrojaran. Quería comerse el mundo. Se hizo periodista para llegar muy lejos. Para abarcar información. Para comprender. Para aprehender. Y llegó hasta Rusia comprometido hasta la muerte con la política. Y resultó que no se murió. Sobrevivió a la guerra y al paso de los tiempos, navegando en esos mares eternos de azules contra rojos con tanta gallardía como dentro de sus botas. Escribió toneladas de textos periodísticos, incluso inspiró algunos después de muerto. Murió viejísimo, con la última de sus mujeres, tan discretamente como fue capaz.

Y así decidió él guardar el testigo de la escritura.



Los de Tamurejo


  Nueve de diez de sus hijos. Su padre les enseñó a leer antes que a hablar, llegando casi todos a médico, de humanos o de animales. Entonces emigraron a las ciudades cercanas, repartiendo su tiempo entre los chorizos y la sangrecilla de la matanza y los pacientes de reumatología. Haciendo informes todo el día. Comiendo migas a la sombra del patio de atrás. Estudiaron muchísimo envueltos del amor de su joven y devota madre. Castellana de alma. Que transmitió el testigo de la escritura a través de su cuerpo veinte años gestante, con una risa vasta y sincera que alumbraba los ánimos presentes. Y Martita se hizo maestra. Nunca los maestros tienen hijos, pero quería a los niños por encima de todas las cosas. Y los niños la querían a ella por encima de todas las cosas. Y a todos ellos les enseñó a leer, a escribir y a pensar.

Y así guardaron el testigo de la escritura, entre los olivos y las jaras de Extremadura.



La enfermera Cascabel


   Era una de las hermanas de mi madre. El día que murió, los viejecitos del pueblo lloraban con tristeza. Dedicó media vida intensamente a ser la enfermera de la comarca. Recorrió la España de los 80 haciendo el hippy por los pueblos del norte, renunciando al Cola Cao que anunciaba la televisión, bebiendo la leche que recogía de la vaca de su vecino. Se instaló después de un tiempo en una zona tranquila de Almería. Con el mar un poco cerca, con el bosquecillo también. Con su amable marido pintor escuchaban los cantos de los pájaros y olían el aire del mar. Cuidó de sus pacientes con la dedicación de una madre que no tuvo nunca hijos. Disfrutando de esta vida que sabía efímera y llena. Dando y tomando. En el equilibrio de lo sencillo. En la libertad de los sueños vividos. Pequeña hada de los bosques.

 Y así, entre recetas de antiinflamatorios y jarabes, guardó el testigo de la escritura.



El hombre callado


   Y llegó la televisión. Ya teníamos radio. Y teníamos prensa. Nació RTVE. La mayor empresa española de los setenta. La primera empresa de comunicación que alcanzó la producción de las fábricas. Era un auténtico termitero. Miles de empleados por todo el mundo. Informaciones apabullantes de un mundo vivo y despierto, que se mostraba por primera vez en los salones con moqueta. Muchos jóvenes acudían a las facultades de humanidades donde el griego y el latín tomaban por primera vez un doble sentido. Las mujeres se empezaban a dar cuenta de que tenían derecho a estar allí. Pero el mundo seguía siendo de los hombres.

  Entre aquellos pasillos de aquellas facultades se encontraron mis padres. Mi madre fue la segunda hija del hermano del médico. El de Tamurejo. Hija de Pepe, un hombre listo que construía bloques de apartamentos en una creciente y floreciente Madrid. Rodeado de planos, de gestores y de banqueros. Firmando y redactando documentos de construcción. Murió de repente, como morimos todos, en los brazos de su hija pequeña, que envolvió entre sus lágrimas su último aliento.

  Pero hablaba de mi madre. Se esforzó mucho por sacar buenas notas. Y las sacaba. Quería ser el orgullo de la familia. Estuvo siempre rodeada de sus cinco hermanos pequeños, y acompañada por su hermana mayor. Renunció al viaje de fin de curso a Finlandia por prometerse en sagrado matrimonio con mi padre. Los dos se licenciaron en la Escuela de Periodismo el mismo año, porque mi padre tardó un poco más. Él tuvo que ganarse el permiso para ser periodista; el abuelo Salvador no estaba de acuerdo. Insistía desde que Salvadorito estaba en la cuna en que el niño iba a ser médico, como el abuelo. Pero Salvadorito se hizo un mozo de espesos bigotes y dijo que nanai. Se coló en un tren de polizón con un cepillo de dientes en el bolsillo, y cuando estuvo muy lejos escondido llamó a su casa para hacer un trato (había leído muchas historias de vaqueros con su lamparita bajo las sábanas y sabía cómo manejar este asunto...): Volvería con la condición de cambiar de facultad. Y funcionó.

  Y mis padres se casaron, y siguieron trabajando por siempre en RTVE. Mi padre llegó a ser jefe de prensa y mi madre coordinadora de programas en REE.
 
  Y así, entre teletipos, máquinas de escribir y la radio siempre encendida, guardaron el testigo de la escritura.



Y llegamos a mí



   Mi amor por las palabras se gestó arropada por cientos de libros con tapas de colores, amontonados desordenados por todas las paredes. No recuerdo un solo día de mi vida sin un libro cerca...

  Tampoco he tenido hijos. A ratos soy maestra. A ratos también soy enfermera. Otras veces escribo cuentos en vez de informes. Últimamente escribo los informes con el amor de los cuentos. O editoriales y artículos en alguno de mis blogs, según me sienta. Porque lo siento. Siento este respeto por la palabra escrita. Porque escribir me ayuda a pensar. Me ayuda a comprender la vida. A comprender a las personas. A dejar un rastro, a retransmitir a quien quiera oír mi experiencia en esta vida. La misma vida efímera y llena que conquistó a mis ancestros. 
   




PS.-  Dedicado con el amor de una hija a su más gentil admirador
PS2.- Foto: MacaRon, Turquía




  

jueves, 16 de julio de 2015

Fin de semana

   Habíamos planeado pasar un fin de semana en una casa en el bosque, en la que habitaba una encantadora pareja con todos sus perros. Se trataba de una enorme manada de unos treinta canes, de distintas razas y edades, que incluía machos y hembras. La última vez que Negu y yo estuvimos allí, nos contagiamos de la serenidad y la calma de todos sus habitantes. Por eso, llegado el verano, pensamos que sería buena idea hacer otra escapada a aquella casita de cuento, y llevar a pequeña Hiru con nosotras. Hiru es la mejor amiga de Negu. Tiene sólo siete meses y es una pequeñaja divertida y cariñosa. Así que, preparamos la maleta con nuestros bártulos para dos días, y salimos a la carretera.

   Encontramos el camino sin grandes dificultades, emocionadas y contentas ante esta pequeña aventura. Llegamos frente a la casona cuando el calor empezaba a apretar, despertando un ruidoso concierto de ladridos mientras aparcábamos. Enseguida salió al patio Helena, sonriente, pero sin permitirnos entrar. Nos invitó a que fuéramos a pasear al bosque un rato, porque tenían que separar a los perros en grupos para que no se pelearan entre ellos. Nos quedamos las tres un poco extrañadas e inquietas. Pero hicimos caso y nos fuimos tranquilas buscando las sombras bajo los alcornoques.

   Cuando finalmente nos recibieron en la casa, atravesamos el jardín antaño verde y fresco, hoy convertido en un terreno seco y árido, lleno de polvo y sin mucha sombra donde resguardarse del intenso calor. Nos empezamos a poner un poco nerviosas, al darnos cuenta de que el fin de semana de juegos y diversión que habíamos imaginado iba a ser un poco más complicado. Aún así, intentamos relajarnos buscando la manguera y dándonos una ducha fresca para aligerar nuestras mentes. Al mismo tiempo salieron a recibirnos un par de perretes bastante simpáticos, con los pelos muy enredados. Hiru enseguida se hizo amiga de ellos, y empezaron a jugar alegremente. Negu se refugió en su jaula, intimidada ante esta situación tan estresante para ella. Los perros le dan miedo y no se esfuerza mucho en hacer amigos. Prefiere estar sola o con otros niños.

   El día fue transcurriendo con muchísimo calor, y cada vez más perros iban saliendo de sus perreras, uniéndose al grupo. Casi todos eran machos, y muchos mostraban heridas de peleas recientes, y se comportaban con recelo unos con otros. Negu e Hiru estaban un poco desconcertadas, e intentaban pasar desapercibidas en este grupo tan grande. Hubo un momento en que nos dedicamos a jugar las tres, y nos lo pasamos muy bien. Pero como no era nuestra casa teníamos que hacer lo que nos decían, y estuvimos mucho rato separadas. Yo empezaba a ponerme un poco nerviosa, porque no estaba resultando como esperaba, y veía que Negu también estaba haciendo muchos esfuerzos por estar tranquila. Hiru no tenía problema, al ser pequeñaja se entretenía con cualquier cosa. 

   Cuando llegó la noche busqué el mejor sitio para dormir. Encontré una salita con muchas ventanas, a través de las cuales entraba el aire fresco de la noche, y allí puse mi colchón en el suelo. Nos instalamos las tres, escuchando con curiosidad los ladridos de tantos perros. Había uno que lloraba, otro que gruñía, otros tantos que ladraban. Negu e Hiru abrían las orejas para no perderse nada, e intentar comprender qué se decían entre ellos. Era una casa muy grande, y resultaba un poco raro pasar allí la noche, en medio del bosque. Pero estábamos las tres juntas, viviendo una aventura, lejos de casa y rodeadas de extraños. Nos miramos a los ojos y decidimos que al día siguiente volveríamos a nuestra casa. Así que teníamos que esforzarnos por relajarnos y descansar, aunque fuera un poco difícil. Intentamos encontrar la parte divertida, y estábamos contentas porque estábamos juntas y nos cuídabamos unas a otras. De vez en cuando, cuando ya todos dormían, Negu se iba a explorar la casa. Yo la seguía con la linterna, e Hiru se quedaba en el colchón porque estaba muy cansadita. Cuando por fin la noche se hizo más densa, escuchando los cantos de los pajarillos nocturnos y de los grillos, con la brisa fresca y limpia acariciándonos, el sueño nos atrapó a las tres abrazadas. 

   En cuanto las primeras luces del amanecer anunciaron una nueva jornada, agradecimos la hospitalidad de esta familia y pusimos rumbo a nuestras montañas. Volvíamos a casa.

foto: archivo MacaRon. MacaRon con Hiru y Negu

martes, 23 de junio de 2015

sin palabras

  Llegué al hospital tras un agradable paseo de primavera. Mi turno empezaría en una media hora, y decidí entrar por la entrada de las puertas giratorias, dando un pequeño rodeo. Nada más entrar en el hall percibí que algo extraño y urgente pasaba. El personal se movilizaba y un pánico latente y creciente se instauraba entre el público, que empezaba a dirigirse rápidamente hacia las salidas.
  Mi instinto de enfermera me llevó contra corriente, abriéndome paso entre una multitud cada vez más asustada, de la que iba sacando la información a medida que avanzaba entre las personas: "Muchos heridos"; "Se ha vuelto loco"; "3a. planta"; "Un cuchillo"... mi mente intentaba reaccionar al mismo tiempo que comprender esta situación tan extraña, sin dejar de avanzar hacia el foco del miedo, pero sin correr mientras pensaba en un plan. Alcancé por los pasillos a una pareja de policía local, y me situé detrás de ellos. Llegamos al hall principal y cuando se encaminaron hacia las escaleras sin vacilar, algo en mí decidió ser prudente y coger el ascensor. Presioné el botón de la tercera planta y cogí aire en este pequeño cubículo de metal, durante unos minutos, intentando calmar los latidos de mi corazón que tensaban mi cuerpo. Las puertas del ascensor se abrieron lentamente, mostrándome con horror el suelo y las paredes ensangrentadas de un pasillo vacío. De nuevo mi instinto de enfermera me decía "toda esa sangre es de alguien, date prisa", así que comencé a seguir las manchas. El silencio era absoluto hasta que doblé una esquina. Una supervisora estaba de pie de frente a la pared, meciéndose hipnotizada repitiendo en voz muy baja: "qué horror, qué horror,...". A su lado dos o tres alumnas de enfermería sentadas en el suelo, abrazándose y llorando. Yo seguía por este escalofriante pasillo, siguiendo la sangre que lo iba envolviendo todo.
   Llegué a una gran sala en la que sólo había una mesa de despacho sobre la que yacía una joven medio desnuda a la que se le escapaba la vida a través de tres profundos cortes en su torso y cuello. Dos o tres médicos y enfermeras intentaban reanimarla. Me remangué y me dispuse a ayudarles, mientras un solitario teléfono sonaba y sonaba sin parar. El suelo estaba cubierto de gráficos y sobres de historia clínica ensangrentados y desperdigados. No dejé de mirar su cara esperando una pequeña reacción, un gesto, que indicara que volvía. Pero su hermoso rostro descansaba tranquilo y sereno. Sus cabellos castaños estaban desordenados y revueltos, y sus pendientitos verdes se movían con cada compresión cardíaca. Supe después que se llamaba Leilah, que era estudiante de primer curso de medicina, y que la muerte la encontró en un día cotidiano y soleado de una primavera incipiente.
  Pero mi turno sólo empezaba. Así que, siguiendo las órdenes de quien estaba al mando, tuve que salir de la sala para dirigirme a mi unidad. Fui dejando atrás las voces de mis compañeros, atravesando los solitarios pasillos de la tercera planta. Tenía que seguir un atajo para el personal, que comunicaba un ala con otra, a través de viejos y oscuros corredores, con tuberías y cables en los techos, en los que las sombras dibujaban peligros aterradores. Yo sabía que el asesino seguía suelto, que nadie había conseguido encontrarle aún. Me exigí apartar el miedo y ponerme en guardia, pero las heridas de la joven nublaban mi mente y la angustia me empezó a invadir a raudales. Estaba aterrorizada, pero no me detuve. Logré llegar al siguiente módulo en el que la luz y la normalidad de un jueves en la clínica me produjo una extraña sensación. Nadie sabía lo que estaba pasando.
  Llegué a mi puesto, y mis compañeros empezaron a hacer bromas sobre mi semblante, diciendo que parecía que había visto un fantasma. Y les conté todo lo que estaba sucediendo. Empezamos a preparar la unidad, para recibir a los pacientes y familiares afectados por la tragedia, ya que estaban evacuando aquella planta. Con cada uno que llegaba, el horror le acompañaba, y yo escuchaba una y otra vez todo lo sucedido. Yo aguantaba firme, protegida con mi uniforme azul que me recordaba que yo era la fuerte, que yo me encargaba de todo, aunque por dentro sólo quería esconderme en un rincón y llorar hasta desmayarme. Pero aún no. También trajeron a Leilah sin vida. La acomodé en la habitación, y la lavé y preparé para que su joven pareja y su familia no encontraran su cuerpo mutilado y ensangrentado. Me despedí de ella con amor y con respeto. Guardé sus pendientitos verdes en una bolsita, junto a las pocas cosas que llevaba encima. Todos los familiares empezaron a llegar, aterrados y nerviosos. Pero tenía órdenes de no dejarles entrar a ver a las víctimas hasta que la policía científica diera su permiso. Así que volví a sacar fuerzas para retener con toda la sensibilidad a estas personas y acompañarlas en esta situación dolorosa y dramática.
   Dos fallecidos, ocho agredidos y 17 puñaladas en total.
   Cuando acabó mi turno y salí del hospital aquella noche al aire fresco y sereno de  la primavera de abril, me desmoroné. 

                         

Hemeroteca > 04/04/2003 > 

Una médico residente trastornada siembra de sangre y muerte la Fundación Jiménez Díaz

                                                                                                                              

martes, 16 de junio de 2015

Paquito

  Cerró la puerta tras de sí. Miró la vieja casa y pensó que lo más difícil sería dar el primer paso. Así que echó su pie derecho hacia adelante, y bajó la colina sin mirar atrás. El perro pastor de su tío empezó a ladrar mientras le seguía, correteando a su alrededor como cuando Paquito aprendía a dar sus primeros pasos, y el can le animaba con sus juegos y lametones. Ahora Paquito había cumplido los ocho años y empezaba a explorar su independencia.

  Buscó refugio en el bosque, como hacía siempre que quería estar solo. Se perdió entre los árboles y los musgos, ajustando poco a poco su ritmo al del silencio profundo y espeso que le envolvía. La brisa suave, el sonido del agua, los zumbidos de los insectos, los cantos de los pájaros,... formaban una particular orquesta en la que todo encajaba. Unas voces de hombre le sacaron de su ensueño. Se acurrucó contra un florido rododendro para pasar desapercibido, mientras afinaba el oído.

-Vamos, apresúrate. No estamos lejos.
  Eran dos hombres sucios con un extraño acento. El que iba delante llevaba un cuchillo al cinto, y tenía la cara curtida y arrugada. Los bigotes ocultaban su boca y le daban un aire peligroso. Su compañero llevaba un estrafalario sombrero y un saco a la espalda.

  Paquito se dispuso a seguirlos, excitado por una curiosidad desmesurada. En estas tierras todos los días eran iguales, y la posibilidad de vivir alguna experiencia nueva hacía que su corazón latiera como un tambor. Sigiloso como un zorrillo siguió a sus presas hasta el tronco de un chopo caído un par de inviernos atrás. Sobre él habían crecido plantas y flores, como corales sobre un solitario pecio hundido en el fondo del mar. Levantaron unas ramas, y allí escondieron el saco.

  Los ojos del niño ni parpadeaban para no perder detalle. Y esperó hasta el anochecer para acercarse, arropado por la oscuridad.Tanteó el saco antes de abrirlo, descubriendo una extraña forma en su interior y echó un vistazo con aprensión. Se sobresaltó al descubrir una pierna desnuda, tranquilizándose de inmediato al comprobar que se trataba de una prótesis de madera.

  Sonrió pensando que La banda del Cojo andaba de nuevo en el valle.

foto: MacaRon, chile