martes, 23 de junio de 2015

sin palabras

  Llegué al hospital tras un agradable paseo de primavera. Mi turno empezaría en una media hora, y decidí entrar por la entrada de las puertas giratorias, dando un pequeño rodeo. Nada más entrar en el hall percibí que algo extraño y urgente pasaba. El personal se movilizaba y un pánico latente y creciente se instauraba entre el público, que empezaba a dirigirse rápidamente hacia las salidas.
  Mi instinto de enfermera me llevó contra corriente, abriéndome paso entre una multitud cada vez más asustada, de la que iba sacando la información a medida que avanzaba entre las personas: "Muchos heridos"; "Se ha vuelto loco"; "3a. planta"; "Un cuchillo"... mi mente intentaba reaccionar al mismo tiempo que comprender esta situación tan extraña, sin dejar de avanzar hacia el foco del miedo, pero sin correr mientras pensaba en un plan. Alcancé por los pasillos a una pareja de policía local, y me situé detrás de ellos. Llegamos al hall principal y cuando se encaminaron hacia las escaleras sin vacilar, algo en mí decidió ser prudente y coger el ascensor. Presioné el botón de la tercera planta y cogí aire en este pequeño cubículo de metal, durante unos minutos, intentando calmar los latidos de mi corazón que tensaban mi cuerpo. Las puertas del ascensor se abrieron lentamente, mostrándome con horror el suelo y las paredes ensangrentadas de un pasillo vacío. De nuevo mi instinto de enfermera me decía "toda esa sangre es de alguien, date prisa", así que comencé a seguir las manchas. El silencio era absoluto hasta que doblé una esquina. Una supervisora estaba de pie de frente a la pared, meciéndose hipnotizada repitiendo en voz muy baja: "qué horror, qué horror,...". A su lado dos o tres alumnas de enfermería sentadas en el suelo, abrazándose y llorando. Yo seguía por este escalofriante pasillo, siguiendo la sangre que lo iba envolviendo todo.
   Llegué a una gran sala en la que sólo había una mesa de despacho sobre la que yacía una joven medio desnuda a la que se le escapaba la vida a través de tres profundos cortes en su torso y cuello. Dos o tres médicos y enfermeras intentaban reanimarla. Me remangué y me dispuse a ayudarles, mientras un solitario teléfono sonaba y sonaba sin parar. El suelo estaba cubierto de gráficos y sobres de historia clínica ensangrentados y desperdigados. No dejé de mirar su cara esperando una pequeña reacción, un gesto, que indicara que volvía. Pero su hermoso rostro descansaba tranquilo y sereno. Sus cabellos castaños estaban desordenados y revueltos, y sus pendientitos verdes se movían con cada compresión cardíaca. Supe después que se llamaba Leilah, que era estudiante de primer curso de medicina, y que la muerte la encontró en un día cotidiano y soleado de una primavera incipiente.
  Pero mi turno sólo empezaba. Así que, siguiendo las órdenes de quien estaba al mando, tuve que salir de la sala para dirigirme a mi unidad. Fui dejando atrás las voces de mis compañeros, atravesando los solitarios pasillos de la tercera planta. Tenía que seguir un atajo para el personal, que comunicaba un ala con otra, a través de viejos y oscuros corredores, con tuberías y cables en los techos, en los que las sombras dibujaban peligros aterradores. Yo sabía que el asesino seguía suelto, que nadie había conseguido encontrarle aún. Me exigí apartar el miedo y ponerme en guardia, pero las heridas de la joven nublaban mi mente y la angustia me empezó a invadir a raudales. Estaba aterrorizada, pero no me detuve. Logré llegar al siguiente módulo en el que la luz y la normalidad de un jueves en la clínica me produjo una extraña sensación. Nadie sabía lo que estaba pasando.
  Llegué a mi puesto, y mis compañeros empezaron a hacer bromas sobre mi semblante, diciendo que parecía que había visto un fantasma. Y les conté todo lo que estaba sucediendo. Empezamos a preparar la unidad, para recibir a los pacientes y familiares afectados por la tragedia, ya que estaban evacuando aquella planta. Con cada uno que llegaba, el horror le acompañaba, y yo escuchaba una y otra vez todo lo sucedido. Yo aguantaba firme, protegida con mi uniforme azul que me recordaba que yo era la fuerte, que yo me encargaba de todo, aunque por dentro sólo quería esconderme en un rincón y llorar hasta desmayarme. Pero aún no. También trajeron a Leilah sin vida. La acomodé en la habitación, y la lavé y preparé para que su joven pareja y su familia no encontraran su cuerpo mutilado y ensangrentado. Me despedí de ella con amor y con respeto. Guardé sus pendientitos verdes en una bolsita, junto a las pocas cosas que llevaba encima. Todos los familiares empezaron a llegar, aterrados y nerviosos. Pero tenía órdenes de no dejarles entrar a ver a las víctimas hasta que la policía científica diera su permiso. Así que volví a sacar fuerzas para retener con toda la sensibilidad a estas personas y acompañarlas en esta situación dolorosa y dramática.
   Dos fallecidos, ocho agredidos y 17 puñaladas en total.
   Cuando acabó mi turno y salí del hospital aquella noche al aire fresco y sereno de  la primavera de abril, me desmoroné. 

                         

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Una médico residente trastornada siembra de sangre y muerte la Fundación Jiménez Díaz

                                                                                                                              

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