lunes, 20 de julio de 2015

El testigo de la escritura

  Mi amor por las palabras se gestó arropada por cientos de libros con tapas de colores, amontonados desordenados por todas las paredes. Montones de periódicos se apilaban por las mesas para su minuciosa lectura y posterior análisis. Veníamos de una familia dedicada a la escritura por varias generaciones...


El abuelo de Sevilla


   Era un hombre bueno que vivía en un barrio de Sevilla, en una callejuela junto a la cabeza del rey Don Pedro. Tenía una hermosa mujer morena y guapa que le dio un hijo. Vivían los tres en un palacio con árboles, mármoles y una fuente. Se podía pasear en bici por sus balcones. Desde la enrejada ventana de la calle se veía el despacho del abuelo, donde visitaba a todo el que llamara a su puerta. Como era un hombre sabio, anotaba todo lo que iba haciendo. Como todos los científicos.

  Y así, con el olor de azahar de las tardes del sur, guardó el testigo de la escritura.



El abuelo de Tamurejo


   Tamurejo es un pequeñísimo pueblo blanco anclado y solito en una inmensa llanura de Badajoz. La tierra allí es seca y caliente. Es lo más parecido que tenemos por aquí a lo que vemos en las pelis de Arizona. Entre las cinco o seis casas que se reparten desordenas alrededor de la iglesia blanca, sencilla y digna con su pequeño campanario vivía el abuelo de Tamurejo. Fue un hombre misterioso. Se enamoró y casó con una señora recién enviudada que traía una hija casadera. La señora se murió y él se quedó con la muchacha. Y comieron perdices en escabeche. Y tuvieron muchos hijos. Este abuelo, también era médico. Y posiblemente, la única persona que sabía escribir en muchísimos kilómetros alrededor.

  Y así guardó el testigo de la escritura, con los vientos que movían los molinos de la cercana Castilla.



  Las aventuras del hijo del médico


  Era taaaan guapo... Tenía una sonrisa de señorito andaluz que hacía que las muchachas se sonrojaran. Quería comerse el mundo. Se hizo periodista para llegar muy lejos. Para abarcar información. Para comprender. Para aprehender. Y llegó hasta Rusia comprometido hasta la muerte con la política. Y resultó que no se murió. Sobrevivió a la guerra y al paso de los tiempos, navegando en esos mares eternos de azules contra rojos con tanta gallardía como dentro de sus botas. Escribió toneladas de textos periodísticos, incluso inspiró algunos después de muerto. Murió viejísimo, con la última de sus mujeres, tan discretamente como fue capaz.

Y así decidió él guardar el testigo de la escritura.



Los de Tamurejo


  Nueve de diez de sus hijos. Su padre les enseñó a leer antes que a hablar, llegando casi todos a médico, de humanos o de animales. Entonces emigraron a las ciudades cercanas, repartiendo su tiempo entre los chorizos y la sangrecilla de la matanza y los pacientes de reumatología. Haciendo informes todo el día. Comiendo migas a la sombra del patio de atrás. Estudiaron muchísimo envueltos del amor de su joven y devota madre. Castellana de alma. Que transmitió el testigo de la escritura a través de su cuerpo veinte años gestante, con una risa vasta y sincera que alumbraba los ánimos presentes. Y Martita se hizo maestra. Nunca los maestros tienen hijos, pero quería a los niños por encima de todas las cosas. Y los niños la querían a ella por encima de todas las cosas. Y a todos ellos les enseñó a leer, a escribir y a pensar.

Y así guardaron el testigo de la escritura, entre los olivos y las jaras de Extremadura.



La enfermera Cascabel


   Era una de las hermanas de mi madre. El día que murió, los viejecitos del pueblo lloraban con tristeza. Dedicó media vida intensamente a ser la enfermera de la comarca. Recorrió la España de los 80 haciendo el hippy por los pueblos del norte, renunciando al Cola Cao que anunciaba la televisión, bebiendo la leche que recogía de la vaca de su vecino. Se instaló después de un tiempo en una zona tranquila de Almería. Con el mar un poco cerca, con el bosquecillo también. Con su amable marido pintor escuchaban los cantos de los pájaros y olían el aire del mar. Cuidó de sus pacientes con la dedicación de una madre que no tuvo nunca hijos. Disfrutando de esta vida que sabía efímera y llena. Dando y tomando. En el equilibrio de lo sencillo. En la libertad de los sueños vividos. Pequeña hada de los bosques.

 Y así, entre recetas de antiinflamatorios y jarabes, guardó el testigo de la escritura.



El hombre callado


   Y llegó la televisión. Ya teníamos radio. Y teníamos prensa. Nació RTVE. La mayor empresa española de los setenta. La primera empresa de comunicación que alcanzó la producción de las fábricas. Era un auténtico termitero. Miles de empleados por todo el mundo. Informaciones apabullantes de un mundo vivo y despierto, que se mostraba por primera vez en los salones con moqueta. Muchos jóvenes acudían a las facultades de humanidades donde el griego y el latín tomaban por primera vez un doble sentido. Las mujeres se empezaban a dar cuenta de que tenían derecho a estar allí. Pero el mundo seguía siendo de los hombres.

  Entre aquellos pasillos de aquellas facultades se encontraron mis padres. Mi madre fue la segunda hija del hermano del médico. El de Tamurejo. Hija de Pepe, un hombre listo que construía bloques de apartamentos en una creciente y floreciente Madrid. Rodeado de planos, de gestores y de banqueros. Firmando y redactando documentos de construcción. Murió de repente, como morimos todos, en los brazos de su hija pequeña, que envolvió entre sus lágrimas su último aliento.

  Pero hablaba de mi madre. Se esforzó mucho por sacar buenas notas. Y las sacaba. Quería ser el orgullo de la familia. Estuvo siempre rodeada de sus cinco hermanos pequeños, y acompañada por su hermana mayor. Renunció al viaje de fin de curso a Finlandia por prometerse en sagrado matrimonio con mi padre. Los dos se licenciaron en la Escuela de Periodismo el mismo año, porque mi padre tardó un poco más. Él tuvo que ganarse el permiso para ser periodista; el abuelo Salvador no estaba de acuerdo. Insistía desde que Salvadorito estaba en la cuna en que el niño iba a ser médico, como el abuelo. Pero Salvadorito se hizo un mozo de espesos bigotes y dijo que nanai. Se coló en un tren de polizón con un cepillo de dientes en el bolsillo, y cuando estuvo muy lejos escondido llamó a su casa para hacer un trato (había leído muchas historias de vaqueros con su lamparita bajo las sábanas y sabía cómo manejar este asunto...): Volvería con la condición de cambiar de facultad. Y funcionó.

  Y mis padres se casaron, y siguieron trabajando por siempre en RTVE. Mi padre llegó a ser jefe de prensa y mi madre coordinadora de programas en REE.
 
  Y así, entre teletipos, máquinas de escribir y la radio siempre encendida, guardaron el testigo de la escritura.



Y llegamos a mí



   Mi amor por las palabras se gestó arropada por cientos de libros con tapas de colores, amontonados desordenados por todas las paredes. No recuerdo un solo día de mi vida sin un libro cerca...

  Tampoco he tenido hijos. A ratos soy maestra. A ratos también soy enfermera. Otras veces escribo cuentos en vez de informes. Últimamente escribo los informes con el amor de los cuentos. O editoriales y artículos en alguno de mis blogs, según me sienta. Porque lo siento. Siento este respeto por la palabra escrita. Porque escribir me ayuda a pensar. Me ayuda a comprender la vida. A comprender a las personas. A dejar un rastro, a retransmitir a quien quiera oír mi experiencia en esta vida. La misma vida efímera y llena que conquistó a mis ancestros. 
   




PS.-  Dedicado con el amor de una hija a su más gentil admirador
PS2.- Foto: MacaRon, Turquía




  

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