martes, 5 de mayo de 2015

Tulipanes

 El espejito de la polvera abierta permitía a Lady Larrington fisgar sobre lo que sucedía a sus espaldas con total discreción. Sus manos de mujer de mediana edad ocultas por unos pequeños guantes de piel azul marino rebuscaban, al mismo tiempo, dentro del saquito anudado a su muñeca, las sales contra el mareo. Desde que su su prima, Miss Van Dort, se las había enviado desde Los Países Bajos, no podía pasar sin ellas. Siempre le habían trastornado las travesías por mar, y disimulaba su palidez con un amplio sombrero del mismo color que sus guantes  y con los polvos ocre que aplicaba con cuidado sobre sus mejillas. Vestía un traje de dos piezas en azul añil, ajustado a su ancho talle con una cinta de terciopelo color verde manzana, según el criterio de su modista en Londres.

 El viaje por mar tan sólo había durado dos días, y esa misma tarde cogería un tren que atravesaría Francia de norte a sur, donde le esperaba su vieja tía Rosalind, aquejada de una afección respiratoria. Lady Larrington tenía previsto hacer una parada en París, de corta duración, y llegar a fin de mes al sanatorium, antes de que terminara el verano.

 Lady larrington había heredado sus riquezas de su abuelo, que fue un visionario con el comercio de bulbos de tulipán. Los importaba desde Los Países Bajos, y se hizo un hueco en ese exclusivo negocio. "Todos tenemos una historia, pequeña Matilde. Cuanto mejor es la semilla, más hermosa es la flor", le decía el viejo Graham, cuando pasaban las tardes de la mano en los cuidados jardines de su enorme mansión. La diosa fortuna es una dama insaciable, por lo que Lady Larrington aprovecharía la visita a su tía Rosalind para contactar con  Monsieur Le Baron de Villefleur, que  seguía una cura contra el reuma en ese mismo centro de aguas termales, y así abriría mercado en aquella zona del sur. El problema era que las damas no hacían negocios. Por eso, cuando Lady Larrington se enteró que su querido hermano Andrew y su esposa Margaret habían muerto en un desgraciado accidente en una expedición en las regiones del África Oriental, dejando huérfano al pequeño Cadoc con diez años de edad, se dio prisa en que sus abogados obtuvieran la tutela del chico. Su abuela materna pretendía enviarlo a Wales con ella, pero el niño Cadoc acabó convirtiéndose en alumno ejemplar de las mejores escuelas inglesas, financiadas por su tía. Los primeros años juntos fueron difíciles, ya que el joven se resistía a toda disciplina, pero con el tiempo llegaron a respetarse como socios. Cadoc necesitaba de la experiencia y los contactos de Lady Larrington, y ella a su vez, necesitaba a un hombre en la familia que se encargara de los negocios.

-"Tía Matilde, están amarrando el barco. En una hora podremos desembarcar, el coche ya nos espera. Nuestro tren saldrá a las nueve. He previsto la cena en el Grand Hôtel de Ville a las seis en punto, si a usted le parece bien."
-"Muy bien mi querido Cadoc, ten la amabilidad de encargarte de esto"- respondió Lady Larrington sacando discretamente de su bolsito una solitaria llave.
Su sobrino besó la mano enguantada al mismo tiempo que milady dejaba caer en su mano la llavecita.
-"Vendré a buscarla en veinte minutos para desembarcar, espéreme aquí".

 El joven caballero dio media vuelta y llegó enseguida al camarote. Abrió la caja de caudales y guardó cuidadosamente en una elegante bolsa de mano todo su contenido.

 Cenaron según lo previsto y llegaron a la estación con tiempo suficiente para instalarse en sus compartimentos. El tren silbó tres veces antes de emprender su mecánica marcha hacia la noche francesa, meciendo a Lady Larrington en sueños de vino y  flores.


foto: MacaRon, london

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