martes, 28 de abril de 2015

Es Hora

 Aún no comprendo porqué te fuiste. No sé si no quería que te fueras, o quería que me llevaras contigo. Que me agarraras de la mano, y me llevaras no importa dónde. Yo te seguiría. De tu mano.

 Aún no sé qué es lo que me retiene aquí. Me gustaría sentir ese impulso, esa curiosidad, ese empuje que me ayudara a partir lejos, lejos de aquí. Sigo siendo yo quien se queda, siempre diciendo adiós, siempre parada en el andén, diciendo adiós con la mano. Aferrada al suelo que me sostiene, viéndote partir una y otra vez. Con tu amplia sonrisa y tus ojos llenos de amor. Con tu paso firme y tranquilo. Veo tu silueta que se aleja y se pierde entre la gente, y miro mis pies. Es hora de volver a casa.

 Cargo la carreta con las mercancías que encargué en la ciudad, y hago una pequeña parada en la tienda de Molly, para saludarla y preguntar por su pequeño Ian. Parece que ha recobrado el apetito, y el color. Con el ánimo renovado atravieso los campos del comendador, meciéndome con sus árboles en un baile de atardecer.

 Ya vislumbro mis tierras, allá en la colina, y la casa parece que me espera con todas sus ventanas abiertas e iluminadas. Las mujeres ya han llegado, y se escuchan sus risas y sus charlas al ritmo del canto de los grillos y los sapos. Anna sale en cuanto me oye, y me ayuda a descargar los bultos. Entre las dos los metemos en el cobertizo que hay junto al gallinero, y los colocamos sobre las estanterías que construimos el verano pasado. Hemos conseguido entre todas tener un pequeño espacio que nos sirve de reserva para la comunidad. La idea surgió tomando el té de la tarde con Isabella y con Martha. Hablábamos de las carencias y penurias cotidianas, y de los problemas domésticos. Todas teníamos hombres a nuestro lado, pero estaban más ausentes que presentes, enzarzados en su propia subsistencia, y enredados en política. Cansadas de no tener voz entre ellos, decidimos - al principio un poco entre risas- que formaríamos nuestra propia sociedad en paralelo, entre nosotras. Discretamente,  porque no pretendíamos competir con nadie, pero todas necesitábamos un cambio.  Empezamos a darle forma a la idea, y la voz entre las mujeres del condado se extendió rápidamente. Así que, empezamos a organizarnos. Nos veíamos en reuniones semanales en las que proponíamos soluciones a nuestras dificultades. Cada una sugería una idea, o aportaba con su trabajo o sus bienes. Así, en nuestra pequeña sociedad, cada una daba lo mejor de sí misma, para proteger y cuidar del grupo.

 En esas estaban cuando llegué.  Sandra era la más mayor. Había tenido cinco hijos, y tenía cinco nueras que la querían como a una madre. Estaba sentada en el centro de la cocina, y sus risotadas resonaban por los pasillos. Los hijos de Sandra eran todos carpinteros y ebanistas, por lo que sus nueras Mary, Nancy, Beth, Louisa y Ginger nos procuraban siempre buenas herramientas y materiales en caso de necesidad. Las cinco funcionaban como una sola, y eran capaces de construir un puente si fuera necesario. Susan, en cambio,  era la más jovencita de nuestro grupo, y tenía siempre en sus brazos al pequeño Jonás con su carita de ángel, y a Quintín agarrado a sus faldas mirando de reojo todo lo que pasaba a su alrededor. Susan era muy buena haciendo cuentas, ni siquiera necesitaba un lápiz para hacer cálculos. Sam era su hermana, y aunque era un poco ruda, tenía buen corazón. Ella criaba caballos, y tenía mucha mano con los animales. Se entendía con ellos sin mediar palabra, sólo con la mirada y con los gestos. Fiona era la maestra. Nunca tuvo hijos propios, pero ayudó a criar con sabiduría y amor a todos los niños del pueblo.  Y por último Nina y yo. Éramos hermanas y nuestro padre fue el librero del pueblo. Pasamos nuestra infancia leyendo aventuras, y nuestra juventud descubriendo el mundo a través de los libros. Nancy estudió leyes, y aunque nunca obtuvo un diploma, porque las escuelas eran exclusivas de los hombres más distinguidos, conocía al dedillo los entresijos de la profesión. Yo me hice enfermera, ayudé tanto a llegar a este mundo como a dejarlo a un montón de gente y asistía en la consulta de mi marido, el doctor Perring, los martes por la mañana.

-"Bueno, entonces ¿quién se encarga de los músicos?"-Preguntó Anna con la boca llena de pastel de zanahoria.
-"No será una buena fiesta si no hay música"-corroboró Ginger -"Podemos hablar con Martha, su hijo pequeño toca el banjo los jueves en el club. Quizá quiera traer a sus colegas".
-"¡Buena idea!, y ¿las flores?- dijo Fiona- "¿Os parece que me encargue yo?. Esta semana no hay clases, y tengo más tiempo. Puedo preparar para el sábado unos centros preciosos si alguna me ayuda".
-"Cuenta conmigo, Fiona"- se propuso Nina- "Haremos unos centros preciosos, ya veréis".

 Y así continuó nuestra reunión, entre risas y charlas en la espaciosa cocina, entre frascos de miel y especias, cortando ajos tiernos para el asado, con los fuegos encendidos calentando el hogar, organizando la fiesta de la primavera. Después del largo invierno, teníamos ganas de festejar y de divertirnos. Nos pondríamos guapas, prepararíamos deliciosos manjares, bailaríamos hasta el amanecer,...

 Estoy en casa. Y me siento bien. Se lo contaré todo a Tom cuando vuelva mañana, aunque me escuche sólo a medias.

-"¡Madre mía este pastel está delicioso!" 


foto: MacaRon, chile




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